Si alguna
vez sentí que el Camino me derrotaba, creo que fue cuando llegaba a Puebla de
Sanabria. Desde que salí de Rionegro del
Puente, tenía la idea de que 40 kms. eran demasiado para mí, pero algo me
apuraba a que llegara hasta allí. Varios de los pueblos por los que pasaría tenían
albergues, así que existía la posibilidad de cambiar los planes en cualquier
momento.
Exhausto y
casi derrotado aviste el Castillo que distingue a Puebla de Sanabria, me dolían
las pantorrillas, el tendón de Aquiles y todos los otros músculos con nombres
romanos, griegos o latinos. Los pies lloraban y pedían descanso, la mochila a
esta altura pesaba 50 kilos sobre mi espalda entumecida. Así y todo cuando
llegue, no pude resistir dar una pequeña vuelta por el pueblo, estaba embelesado
por la belleza que prometía a primera vista.
Al arribar
al Albergue Casa Luz, apenas registrado, me tumbe en una cama y quede como
muerto, todo el cuerpo me dolía y me prometí ahí mismo, nunca más hacer etapas maratónicas,
no son para mí.
Después de
unas horas de descanso, fui al patio trasero a lavar mi ropa y descansar con
los pies descalzos hasta la puesta del sol. Casi adormilado escucho que alguien
se sienta cerca a remojar sus pies en agua con hielo, lo más distintivo, fue el
olor al pitillo que el peregrino estaba fumando. Yo soy enemigo total del
tabaco, pero el aroma del cigarrillo ese no me molestaba, la tranquilidad y paz
con la que el hombre fumaba, me llamaba la atención.
Nos saludamos
y comenzamos a conversar, Enrique, un andaluz de pura cepa, con su forma de
hablar no podía negar ni disimular su origen. De cualquier manera, le pregunte
de donde era, a lo cual me respondió “de Bilbao”, asombrado, le dije que su
hablar era tan andaluz que casi ni le pregunto. Respondió “soy nacido en Andalucía,
criado en Andalucía y he vivido toda mi vida en Andalucía”. ¿Entonces porque dices que eres de Bilbao? le pregunte.
Me miro serio, respondiendo “nosotros los de Bilbao nacemos donde se nos antoja”
y largo una risa y sonrisa más grande que su cara.
Desde ese
momento supe que estaba en la presencia de un peregrino que disfrutaba de su
andar y que debería llevar muchos caminos dentro del macuto. Sus pies estaban destrozados,
las llagas y cortes eran muchos, se veía que estaba sufriendo, pero a pesar de
todo su semblante era de felicidad. Le ofrecí intentar curarle con las cosas
que yo traía y mi poco conocimiento, ya que las llagas no son comunes en mis
pies. Hice lo que pude, no sé si sirvió de algo, pero al rato salió caminando
hacia el pueblo en búsqueda de sandalias, ya que ya no podía ni calzar las
botas.
Él también me
ofreció hacerme un masaje en las piernas y pies, acepte contento. Creo que el líquido
que tenía, era alcohol con romero, con hábiles manos me hizo sentir como nuevo.
Después me aplico unas cintas como vendajes, se veía que sabía lo que hacía y
yo ahí, seguro que mañana, cuando volviera a la ruta, me sentiría como nuevo. La heridas eran grandes y los dos decidimos descansar un dia alli y ver que pasaba.
Al otro dia, despues de recorrer Puebla de Sanabria y descansar bastante, cenamos
como reyes, cocinamos una comida común, nos tomamos unos vinos y
decidimos que al otro día comenzaríamos a caminar juntos, cada cual a su paso,
pero con la misma meta. El a pesar de sus sandalias y sus dolores, parecía una
gacela, yo un rinoceronte. Me sacaba ventajas en pocos minutos y lo veía
desaparecer a la distancia, sin embargo después de un rato, en el aire se
comenzaba a distinguir el aroma de su pitillo y allí me lo encontraba sentado
en una piedra o tronco, esperándome y descansando sus pies.
Los dos
heridos, hicimos etapas cortas, dormimos en Requejo, Lubían, A Gudiña, atacamos
juntos los altos del Padornelo y A Canda, recorrimos valles y frondosos bosques,
el adelante, yo llegando siempre después, el fumando y esperando por mí. Después
de salir de A Gudiña, ya recuperados, veíamos que esto se terminaba, mi paso no
era el de él, el tenia limitaciones de tiempo para llegar a Santiago, yo
despacio, despacio, sabía que iba a llegar pero no cuando.
Mientras recargábamos
agua en la fuente de A Venda de Teresa, decidimos que era ya tiempo de partir compañía,
nos dimos un fuerte abrazo y con un “Buen Camino” lo vi alejarse. El seguiría hasta
Laza, yo me quedaría en Campobecerros.
Al paso, subí
y bajé recorriendo paisajes maravillosos, cada tanto buscaba a Enrique a la distancia,
pero no lo veía. En la entrada de Campobecerros, pensé si yo también podía llegar
a Laza, pero me di cuenta que mi mente decía que sí y el cuerpo violentamente le argumentaba que no.
De repente,
cuando buscaba el Bar de Rosario, el aroma del pitillo se distinguía
claramente. Allí estaba, esperándome por más de una hora para despedirse otra
vez, nos tomamos unas cañas frías, rememoramos los tramos hechos y…adiós.
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