Tuesday, February 16, 2016

Castrotorafe, unas ruinas llenas de historia. (Aug/29/2015)


A la hora de las sombras largas, ya estaba de vuelta en las cercanías de Montamarta, gracias a que Adrián y Sandra, me devolvieron a la ruta, temprano, como me habían prometido. Como las obras que se están realizando en la ruta, han dejado la parte de los pantanos alrededor del embalse del Ricobayo, casi sin marcas y el lodazal según me decían, esta intransitable, elegí que me dejaran en la punta del puente que cruza sobre el canal, y de ahí comenzar el día. En total creo que le estaba robando unos cinco kilómetros a la ruta, pero como desde ahí se puede ver el pueblo y sus alrededores, no creo que me haya perdido mucho.


Después de despedirme de mis amigos, y sabiendo que iba a ser una etapa más bien corta, me decidí a llegar hasta las ruinas de Castrotorafe y dedicarme a recorrerlo para empaparme un poco de la historia y los lugares del antiguo enclave que se yergue sobre las costas del Esla y que antiguamente contaba con un gran puente de doce arcos que lo conectaba con la otra vera del rio.


Deje la  mochila junto a un miliario, el sol recién se empezaba a calentar y yo con el espíritu lleno de regocijo por estar donde estaba, me dedique a pasear, lentamente y con los ojos bien abiertos. Leí cuanto cartel encontraba, fotografíe todo rincón que me parecía interesante y llego un momento donde estaba tan compenetrado que me parecía oír el bullicio y los movimientos de los antiguos pobladores y de los Caballeros de la Orden de Santiago, que aquí tenían una de sus primeras encomiendas. Lo encontré como un lugar mágico, no sé cuánto tiempo me llevo el recorrerlo todo, estaba ausente de la realidad y gozando de la película que se desarrollaba en mi mente.

Desde 1129, año en que el Rey dio la orden y autorización para construirlo hasta 1493, fue el centro más importante de actividad en la zona, su ubicación estratégica sobre el Esla y la presencia militar de los soldados de Santiago lo hicieron un bastión de poder. Desde ahí se cobraban los impuestos y rentas de la zona y mucho de ese dinero eran dedicados a la mantención y construcción de la Catedral de Zamora, que estando tan cerca absorbía el esfuerzo de la comarca. Además estaba en una encrucijada de caminos que se dirigían a León, Castilla, Galicia y Portugal y por lo tanto fue vital para la zona.

En esos menesteres y recuentos mentales estaba, solo, cuando un grito me vuelve a la realidad, “Buen Camino”, me grita desde el sendero un ciclista peregrino, que sin siquiera disminuir su veloz pedalear, recorria el Camino a su manera. Devolví el saludo, mientras me preguntaba si el ciclista se había dado cuenta de por dónde estaba pasando, o si simplemente su meta era llegar a Santiago lo más rápido posible.

Sentado junto al poste del sendero, todavía pensando en la magnitud del lugar, me comí un bocadillo de cecina que traía desde Genestacio, le di unos besitos al medio litro de tinto y comencé a prepararme física y mentalmente para retomar el andar. El día comenzaba de una forma maravillosa y si por hoy no veía más nada de importancia, daba lo mismo. Las primeras dos horas bastaban para justificar los kilómetros.

De ahí en adelante el paisaje no es muy cambiante, pero para nada desagradable o tedioso, una leve brisa refresca ya seca la traspiración, en un pequeño hilo de agua que encuentro, mojo el sombrero y me refresco el rostro, el sol a esta hora pica fuerte pero no molesta.

Cruzo Fontanillas de Castro, donde en la puerta de un bar, un grupo como de 10 bicigrinos se toman sus refrescos y comentan sobre el camino hasta el pueblo, me imagino que lo hicieron por carretera, porque a mí no me pasaron en el sendero. Nos saludamos y yo sigo, quizás tratando de no contaminarme con ese sentido de prisa que siempre tienen los bicigrinos. Por la mente se me cruza la imagen de mis botas mirándolos con una sonrisa socarrona e invitándolos a hacer el Camino con los pies en la tierra y disfrutándolo como se debe. Pero… ca uno es ca uno y ca cual es ca cual y hace el Camino que siente y quiere.

Llegando a Riego del Camino, en un chiringuito a la vera de la calle principal (carretera), paro a tomarme una coca cola bien fría y descansar un rato, ya que falta poco para llegar al desvió que me llevara al Monasterio de Moreruela, donde me espera otra de las maravillas de esta zona y algo que hace tiempo estoy planeando ir a visitar.

Cuando le comento a la señora que atendía el lugar, cuales eran mis planes, me sugirió que sería mejor si en vez de desviarme hacia el convento, me dirigiera directamente al albergue de Granja de Moreruela, que después de  descargarme de la mochila, ducharme y descansar un poco, llamara a un número que ella me daba. Hay un caballero de la zona que recoge a los peregrinos en su auto y los lleva para una visita guiada del majestuoso monumento, este señor conocedor del lugar y del tema hace esto a diario por tan solo un donativo, me pareció interesante la propuesta, así que sin pausa y sin prisa emprendí camino rumbo a Granja. 

Me ubique en el lugar, llame al guía y ansiosamente espere la hora en que me vinieran a recoger. La jornada se estaba transformando en un día memorable. 

Juan Alberto Pintos Lecuna


















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