Un amigo del alma y de todos los tiempos,
de esos que se jugaron el cuero cuando otros arrugamos, me envió esto y tengo
que publicarlo porque esta genial. Gracias Cabeza por el permiso para
reproducirlo y felicitaciones por el logro.
Historia del capitán enamorado.
Habían pasado veinte años de la muerte de Adriana. Ese día el capitn se levantó un poco más temprano que de costumbre. Abrió el ropero y sacando el uniforme de gala lo tiró sobre la cama para limpiarlo. Una vez satisfecho comenzó a buscar la pomada y el cepillo para lustrar los zapatos. Molesto por no encontrarlo decidió usar el mismo cepillo de la ropa, una trasgresión al orden: total…, ya no lo iba a usar más.
Entró al baño con una parsimonia cual si estuviera ensayando una ceremonia de protocolo. Tenía pensado hasta los más mínimos detalles lo que haría ese día y repetía su pensamiento como si estuviera imitando una película ya vista. Nada podía ser improvisado, todo de acuerdo al plan trazado…, y a él no iban a hablarle de planes. ¿Quién más destacado en la lucha contra la subversión y el comunismo internacional? Sabía muy bien lo que era hacer planes y sabía que tenía los huevos bien puestos como para llevarlos a cabo una vez que se había decidido.
Entró en la ducha y graduó el agua caliente casi hasta quemarse. Necesitaba una limpieza profunda, sentir que los poros respiraban, purificarse… Se estaba preparando para dar el gran salto hacia la libertad y el amor, dedicaba a Adriana su último gesto e iba a partir en su busca. “¡Qué país éste, mi país!” pensó el capitán. Vivir rodeado de mierda en este Uruguay por el que había dado todo, por el que había luchado sin conocer límites… ¡La traición!..., de héroe, de pasar de ser el más güevudo del cuartel: a la nada. Primero fue el ascenso a mayor – que el nunca quiso reconocer ni utilizaba – luego el traslado, atrás de un escritorio a contar bolsas de harina y papas… Lo habían sacado de la troya.
Protestó por el cambio de destino, de tantas formas y tan mal que dio pie a que le dieran la baja luego de un arresto a rigor. Sintió como le arrancaban las charreteras – un cachetazo – y recordó bajo la ducha parte de las palabras que escuchó ese día: “hombres como él eran los que enchastraban el uniforme” Las lágrimas le corrían por el rostro; le hacía mal recordar la injusticia a la que había sido sometido. De golpe sintió que se estaba quemando pero en lugar de salir de la ducha abrió más la caliente para probarse a sí mismo que podía hacer todo lo que determinara. En ese momento pensó en Adriana, su amor: “también soportaré esto por ti, luz de mi corazón”
Antes de vestirse hizo el cuarto y luego de tender la cama tiró sobre ella una moneda a ver si rebotaba – recordando su época de cadete. Al no lograrlo la rehizo hasta que quedó impecable. La disciplina era el eje de su vida y el orden no debía ser transgredido ni siquiera en un día como ese que estaba viviendo. ¿Vería a Dios o al Diablo? Nunca había podido ser hombre de religión a pesar de haberlo intentado. ¿Estaría por ahí el Gran Hacedor como decía su padre? Juan José nunca pudo comprender como su viejo había sido masón, librepensador, que hasta había tenido un amigo que era bolche!!… Hacía años que se había peleado con él y fue por su causa que abrazó las armas… Ahora lo perdonaba, no quería irse enojado con quien lo había criado, amén de que estaba muerto hacía ya muchos años. Pensó un rato en él y se despidió con un: “que en paz descanses” para luego agregar: “nos vemos en un rato nomás”.
En su dormitorio no había nada más que hacer, así que fue al escritorio y tomando un block y un bolígrafo comenzó a escribir hasta en los más mínimos detalles todo lo relativo a su actuación militar en lo que atañía a la guerra antisubversiva. No omitía detalles – por más chicos que fueran – así como nombres de quienes lo habían acompañado en sus hazañas.
Siempre había sido un prodigio de memoria y ahora se mostraría como un buen escritor al redactar todo de forma tal que no hubiese ambigüedades ni mal entendidos. Todo de puño y letra, debía ser exacto y no debían quedar dudas de su autenticidad. Había muchos hijos de puta que andaban por ahí de carita linda que se iban a pisar las pelotas cuando se hiciera público su escrito. Todos esos compañeros de mierda que lo habían olvidado, que cuando precisaron de él siempre lo tuvieron a su lado – ¡por cuestiones castrenses, claro está, nunca en los chanchullos! – y que ahora eran coroneles, grado que le hubiera correspondido en la actualidad si no lo hubieran echado… Y ahora había quienes estaban investigando por los desaparecidos, por el plan Cóndor…
Tenía el as en la manga, los iba a joder a todos e iban a tener que dar la cara igual que él había hecho durante todos estos años en el barrio. Al andar por la calle lo acusaban, le decían de todo, a tal grado había llegado la cosa que desde hacía dos años compraba todo lo que necesitaba por teléfono sin salir de la casa. ¡Los iba a dejar a todos con el culo para arriba y que se la fueran a cobrar al infierno!
Al terminar de escribir firmó todas las hojas para reafirmar la veracidad del documento, se acercó al espejo y sosteniéndose la mirada se puso en posición de firme e hizo la venia. Contempló – no sin cierto regocijo – que estaba vestido de la forma más correcta; así quería irse. De repente se le nubló el semblante: recordó a Adriana y se le hizo un nudo en la garganta. Aún le dolía, o peor, cada día le dolía más. Y eso que tenía bien claro que había actuado como soldado y que no debería reprocharse nada. El capítulo de Adriana era el único que había omitido de sus partes de guerra.
Tenía para ello dos razones: una que se sentía involucrado afectivamente en algo muy personal y la otra era que no había nadie a quien pudiera cagar con el relato. Todo lo relacionado con Adriana había sido idea suya. Adriana había sido detenida por una unidad militar en setiembre de 1975. Fue vista por última vez por sus compañeras del cuartel en octubre de ese mismo año. Desapareció de esa unidad militar la noche de un sábado en un trasporte clandestino. En el parte de guardia figuraba como: “pase en comisión”. El capitán Juan José del Valle se encontraba de franco una noche en el cuartel, prefería la compañía de sus camaradas de armas a la de su esposa y suegra que vivía junto a ellos.
Estaba a punto de retirarse cuando un colega le dijo: “Andá a ver lo que hay en aquel calabozo: ¡que desperdicio! Una gurisa de diez y nueve años que se metió a colaborar con los subversivos. No tiene casi nada pero la voy a tener que mandar a juez igual… parece una modelo de la tele, ¡es impresionante!” Pinchado por la curiosidad Juan José fue al calabozo y al estar frente a ella le ordenó que se sacara la capucha: fue el comienzo del fin. Bajo la capucha había una cara de niña mujer, muy asustada. Unos ojos verdes y un pelo rubio que enmarcaba la cara y que pasaba los hombros. Era en verdad muy bonita, pero lo que más atrajo a Juan José fue su actitud de indefensión, de un miedo lindando con el terror.
Estaba pidiendo ayuda por todos los poros y por primera vez en su vida castrense el capitán sintió que se le movía el piso. Tras mirarla un rato le dijo: “quedate tranquila que no te va a pasar nada; si precisás algo pedí para hablar con el capitán Del Valle, ¿tá?” Sin esperar respuesta se dio vuelta y salió. Como integrante del comando de operaciones no le fue difícil saber la causa de detención: era una periférica que siguiendo los pasos de su compañero se había involucrado. Una pequeña colaboración que le costaría a lo más dos patadas en el culo y a la calle, seguro que con el susto se dejaría de joder con la revolución. Pasaron dos días y ni se acercó al calabozo, lo asustaba la debilidad que había tenido. Pero los destinos no están en manos de los hombres y se enteró que la parejita estaba “tapada”.
No eran un par de mosquitas muertas y comenzó a sentirse indignado como si hubiera sido él el destinatario de las mentiras. Ahí fue que pidió bolada. Lo primero que hizo fue interrogar al compañero de Adriana, con ella presente y sin capucha. Precisaba hacerle comprender que si se hacía la viva la iba a pasar mal. La verdad es que no fue un interrogatorio: pegó tanta piña y patada que en menos de diez minutos lo llevaron de urgencia al hospital. Cuando se lo llevaban se dio vuelta y apuntándole a ella con el dedo le gritó: ”¿viste lo que le pasó a tu macho?, si no cantás te vamos a coger por el culo todos los que estamos acá”.
Al salir dio órdenes al cabo para que la pusiera en “ablande”. Lo dijo fuerte para que ella escuchara y se fue al casino a tomar un whisky. Al volver, luego de una hora y tres whiskies, se encontró con que el cabo había desnudado a Adriana y le había atado las manos por la espalda. La misma cuerda pasaba por sobre una viga que había en el techo y sus pies apenas tocaban el piso. Ahora sí estaba encapuchada. Le ordenó al cabo que se retirara y quedó en contemplación de la mujer que pendía de la viga. A pesar de estar acostumbrado a ello la bajó de la colgadura, le desató las manos y ordenó que trajeran sus ropas y despacito la llevó hasta el calabozo.
Al quedarse solo con ella, en un tono que no se conocía y arrepentido de la orden dada al cabo le preguntó: “¿Te hizo algo ese hijo de puta?” Adriana miraba hacia abajo, con miedo y con vergüenza, en ese estado en el que ya no se llora más, que uno está seco. Ese era el momento – y el capitán lo sabía bien - para profundizar el interrogatorio porque era cuando los detenidos hablaban. Pero el capitán no quería interrogarla, quería protegerla, quitarle el susto, hablar de cualquier cosa a ver si lograba sacarla de lo que estaba pasando.
Adriana no le contestó ni esa vez ni nunca, jamás le dirigió la palabra. A partir de ese día el capitán dio las órdenes pertinentes para que nadie más tuviera contacto con ella y comenzó a llevarle lo que suponía podía faltarle o que le gustase, cigarrillos, dulce, chocolate… Adriana no tocaba nada, todo quedaba en el lugar donde el capitán lo había depositado. Intentando congraciarse le llevaba noticias de su compañero – que se reponía de a poco de la brutal paliza que le había dado – y así, sin darse cuenta, era observado y criticado por el resto de la oficialidad a causa de esa actitud tan por fuera de la operativa militar. Por su casa la cosa andaba mal: había echado a su mujer y suegra tras una pelea fenomenal y la soledad lo estaba corroyendo. Su cabeza estaba pendiente de Adriana y ya no la pudo apartar de su pensamiento ni un poquito. Llegó el día de la gran locura: calculando su talle le había comprado ropa para salir.
El sábado de tarde fue al calabozo y le contó la sorpresa: “Esta noche vamos a salir a bailar, te compré ropa. Te la dejo acá para que te la pruebes y si cuando vengo la tenés puesta significará que querés salir conmigo”. Adriana tenía bien claro que estaba tratando con alguien fuera de sus cabales pero también pensó que tal vez esa fuera la única oportunidad de escapar. Al regresar el capitán la encontró vestida y con el pelo recogido en una especie de moño con unas puntas sueltas justo como se usaba en la época.
Con una sonrisa le dijo: “A las dos mil trescientas pasaré a buscarte, ahora tengo que conseguir un auto” Estando el cuartel tranquilo y poco antes de las once de la noche el capitán tomó las llaves de un auto decomisado que usaban en los operativos y comunicó a la guardia que tenía un traslado de preso. Por ser el Juan José el jefe de operaciones nadie puso reparos, así que cargó a Adriana de capucha y con vestido de salir y se largaron a la noche. Lo de la capucha era claro: Adriana no debía saber en donde estaba, por lo que al regresar debería encapucharse nuevamente. Eso se lo dijo antes de salir; también le dijo que iba a ir vestido de civil y que no llevaría arma en señal de confianza. Adriana asintió con la cabeza a lo que Juan José decía mientras se preguntaba por la suerte de su compañero.
No había tenido más noticias ya que el capitán había dejado de informarle. Omitir la existencia del “otro” suponía facilitar una aproximación a la mujer de la que se sentía enamorado. Al salir del cuartel el capitán metió el auto en una calle muy oscura y le pasó las esposas por la dirección. Fue a la valija y de ahí sacó ropa de civil. En poco tiempo volvió y sacándole las esposas definitivamente comentó en tono jocoso: “¿Viste, ya no parezco más un milico?” Ella buscó algún arma con la mirada pero la ropa indicaba que iba desarmado. Juan José se dio cuenta y en una actitud teatral se levantó el saco y pegó una vuelta completa para que se quedara más tranquila. Llegaron así a un boliche que estaba en onda.
Antes de entrar le advirtió en forma terminante que no hablara con nadie: ¡si no hablaba con él no podría hablar con nadie! Se sentaron juntos frente a una mesa ratona y el capitán pidió whisky para él y un cóctel de frutas sin alcohol para ella. Pasó más de media hora en la que Juan José contempló su rostro tomado de la mano, siempre sin decir nada. De repente, una chica que estaba en la mesa del costado se levantó y dirigiéndose a Adriana le pidió si podía acompañarla al baño. Adriana le dijo que sí y miró a Juan José buscando la autorización para hacerlo. Esa fue la única vez que el capitán escuchó la voz de Adriana. Ambas se levantaron y fueron hacia el baño mientras Juan José quedó vigilante de lo que pudiera pasar.
A los cinco minutos regresó la otra chica pero no Adriana. El capitán no dudó, se levantó y fue derecho al baño y tras revisarlo entre gritos de mujeres constató que Adriana no estaba. Salió a la calle y la vio casi a una cuadra intentando correr. Comenzó su carrera y en breve la tuvo a su alcance, pero en ese pequeño trecho se gestó una indignación y una sensación de engaño tal que sin pensarlo puso una rodilla en tierra y sacó una pistola que llevaba en el tobillo derecho. Apoyando el codo en la otra rodilla apuntó y tiró dos veces seguidas sin siquiera dar la voz de alto. Adriana cayó de boca en la calle y los que estaban en la puerta del boliche comenzaron a acercarse.
En ese momento todo cambió: estaba en un operativo para el que había sido entrenado. Los paró a punta de pistola y tras cargar a Adriana en el auto arrancó determinado a no dejar rastros. Así andando llegó a un baldío sin vecinos ni testigos ocasionales, sacó del auto dos granadas que siempre llevaba, su valija de ropa y tras pegarle un tiro al tanque de la nafta dejó caer las granadas dentro del auto. Lo que no voló se incendió, no quedó prueba de nada. Al regresar al cuartel denunció la pérdida del auto y acerca de Adriana la reportó como trasladada a una unidad militar con carácter de secreto. El dolor de su espalda lo sacó del recuerdo de Adriana, la quemadura había sido fuerte de veras. Lo ignoró en la medida que pudo como verdadero estoico que era y siguiendo en lo que estaba, guardó los papeles con tranquilidad en la caja fuerte pero sin pasar llave. Había pensado que tal vez al abrirla con violencia podía perderse su contenido. Luego hizo una recorrida concienzuda por la casa y cerró todas las ventanas a fin de que el aire no se renovara. Tanto la puerta del frente como la del fondo quedaron sin llave para que en caso de que no volaran pudiera ser fácil el acceso. Quería que entraran sin dificultad para valorar lo que había hecho y que llegaran pronto a la caja fuerte.
Estaba saboreando de antemano su venganza. Fue a buscar sus armas - de las que había casi un arsenal - y entre ellas buscó en particular la P 38 con la que había matado a Adriana. Revisó el cargador y metió una bala en la recámara, fue nuevamente ante el espejo y se colocó la pistola en la sien. Tras mirarse fijo un rato metió el caño dentro de su boca, siempre sosteniéndose la mirada. Al fin bajó la mano. No, no debía ser así, ya había planeado lo que debía hacer y debía seguir el plan al pie de la letra.
Sacó de un armario un paquete de velas que había encargado unos días antes. De otro cajón a su costado sacó cuatro pares de esposas y fue hasta la maciza mesa del living. Ahí colocó todas sus armas alrededor de la mesa cual guardia de honor. Fue entonces hasta la cocina y dispuso las velas cerca de las hornallas de gas. Una vez todo en su lugar encendió las velas y enseguida abrió todas las hornallas y el horno.
En la forma más rápida que pudo se metió bajo la mesa del living y se esposó los pies a dos de las patas; con una mano libre y las esposas ya colocadas en ella apretó bien la otra muñeca y la aseguró a la tercera pata. Estirándose un poco llegó y quedó esposado a la última. Con la cara de costado miró sus armas que lo velaban: su pensamiento fue hasta Adriana, besó a su padre y lloró por todo lo bueno y lo malo que había hecho.
¡Qué sacrificio el suyo, estaba elevándose por sobre todos los mierdas que lo habían dejado en banda…, iba al fin a juntarse con su amada! Como buen hombre práctico que era notó que el tiempo para que se formara la mezcla explosiva de gas y aire se estaba alargando un poco demás. “No debo caer en nerviosismos extremos” pensó, y se dispuso a contar hasta mil para tener certeza de que algo malo estaba sucediendo. Al terminar el conteo y seguro ya de que nada iba a explotar intentó zafar de la mesa a la que se había esposado pero él hacía bien las cosas, la mesa era indestructible y las esposas Smith Wesson no cedían así nomás, así que se deshizo las muñecas y los tobillos y todo fue en vano. Al llegar la noche sintió hambre y sed, el frío estaba también haciendo mella y la quemadura de la espalda no le dejaba lugar de apoyo.
Ya no eran momentos para ser estoico. Se meó y se cagó muchas veces como tantos a los que el mismo había estaqueado. Sufrió tanto que la nebulosa de su cabeza confundió todo y comenzó a aullar, tanto que a los tres días los vecinos denunciaron que en una casa cerrada alguien debía haber dejado un perro atado… El capitán había hecho todo muy bien, solo que la válvula de la garrafa no sabía de honor militar y – por esas cosas del destino – se había tapado.
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