El paisaje
a nuestro alrededor era increíble y nos esperaban lugares como el Alto de San
Roque y al Alto de Poio, dos lugares donde se requería mucho esfuerzo pero que valían
el sacrificio por las vistas que brindan. Pero no todo eran alegrías, al grupo
se habían unido y sin aprobación común, un grupo de chinches que venían escondidas
en los cuerpos y ropas de Javi y Carlos, quienes sufrieron mucho su compañía.
Como de
costumbre, yo al paso, me fui quedando retrasado, pero no me molestaba para
nada, el paisaje me acompañaba. El sol tibio y una brisa de montaña, muy placentera,
invitaban a regocijarse con la ruta, sin pena y sin pausa.
En el Alto
de San Roque me encontré con un peregrino que luchando contra el viento, parecía
caminar fuera de su paso de bronce. Los valles a sus pies estaban vestidos de intensas
gamas de distintos verdes, los peregrinos de carne y hueso nos sacábamos fotos
junto a él como queriendo plasmarse en su historia y lugar.
Después de ahí,
apareció una cuesta que por lo escarpada y rocosa, presentaba un gran obstáculo
para nosotros, los más viejos. Un rato antes yo había parado en un pequeño bar
junto al sendero y me había comido un buen bocadillo de jamón, acompañado por
una fría Coca Cola, esto me había llenado de energía, sin saberlo, me estaba preparado
para lo que se venía.
Haciendo
fuerza, mirando las piedras como si fuera un geólogo, iba cabeza abajo obserbando donde ponía las botas y como me apoyaba en el bordón. La respiración se hacía
cada vez mas exigida, pero por suerte los pies y las pantorrillas respondían bien.
Sentada en una
roca, una señora de alrededor mi edad o quizás más, casi sin poder respirar, sollozaba
desconsolada. Recorría el Camino sola, sin preparación alguna y cargada con una
mochila de más de diez kilos, se había propuesto llegar a Santiago para lograr
su Compostela y comenzando en O Cebreiro se largaba a la aventura. Ocho kilómetros
después se daba cuenta que no había estudiado su futuro camino con seriedad. Ya
no tenía fuerzas para seguir.
Mi
cristiana conciencia no me permitía dejarla ahí, tirada en la ruta. Le brinde
un bollo de chocolate, que llevaba para un caso de emergencia, le brinde una de
mis botellas de agua y descanse con ella hasta que empezó a respirar
normalmente y se encontraba más calmada. Después de invitarla a seguir
caminando, le di mi bordón para que se apoyara bien y me cargue su mochila
sobre mi pecho. La subida se me hizo muy pesada, pero por suerte a no más de
400 metros, el angosto y escabroso sendero desembocaba justo junto a un bar en
el Alto do Poio. Allí la deje sentada en una mesa, me rogaba que la acompañara
hasta Santiago, pero yo ya tenía suficiente problemas propios, como para
cargarme de otros. Creyendo y convencido de que ya había hecho mi grano de
solidaridad cristiana, me aleje raudo, sin prisa y sin culpa. Allí con medios
de locomoción disponibles y en un centro poblado, ella tendría que planear sus
pasos.
De aquí en adelante, es donde realmente te das
cuenta de que estas en Galicia, bosques frondosos, musgos y helechos alfombran
los suelos, vacas rubias y ese olor tan particular de tierra trabajada y
establos llenos de animales. A diestra y siniestra casas, gente trabajando,
olores de comidas caseras se escapan de las casas cuyas ventanas dan directamente a la
senda del Camino. Me acorde de mi tía Aurea, una hermosa y simpática gallega
que se había ido joven a Uruguay y que siempre decía… ¡Galicia, Galicia que
bonita era mi tierra!
Los eucaliptos, el olor a tambo, a bosta, a tierra húmeda y la gente con la
que me cruzaba, me hacia acordar tanto de la misma tierra donde yo me crie, que
instintivamente me sentí como en mi casa, además las sonrisas de los locales me hacían sentir bienvenido.
Las pequeñas poblaciones se sucedían una a
otra, casi tocándose entre ellas, yo ya había entrado en un trance de recuerdos
y nostalgias. Fui cantando cantos de mi tierra hasta Triacastela, donde me
despertaron los gritos de el grueso de la barra, que sentados en un restaurante
almorzaban opíparamente, tanto así que Javi termino durmiendo una siesta al
costado del restaurante, tirado en un jardín, por supuesto que Duma, el
perrogrino, montaba guardia a su lado .
Esta etapa se nos alargo, porque la mayoría de
los peregrinos terminan en Triacastela, pero a nosotros nos esperaba Samos, unos
10 km. mas, sobre los 20Km. que ya habíamos hecho. Pero llegar a Samos y ver
ese hermoso monasterio junto al rio Sarria, justificaba el sacrificio.
“Cerrado por fumigación, debido a infección de
chinches” fue el cartel que me recibió a la puerta del albergue del monasterio.
Raul, un madrileño re astuto, que ya sabía de eso, se había ocupado de hacer
reservas en un albergue privado justo frente al monasterio. El pequeño lugar
era un restaurante con dos cuartos en un piso superior, la capacidad de
aproximadamente 14 personas, fue casi copada por nosotros. Me imagino que el
propietario se quedo muy conforme cuando vio que éramos todos gastadores y que disfrutábamos
de comida y bebida sin cuidar el bolsillo.
Esa noche me saque las ganas de escuchar una
hermosa misa y un sermón por demás interesante, del cual les hablare otro día.
El lugar es imponente y desde el momento en que entre, me di cuenta que estaba
en un templo muy especial, lo recorrí de punta a punta, disfrutando cada uno de
sus antiguos rincones y después me fui a dormir tranquilo.
En su totalidad, había sido una jornada
excelente, las sensaciones de alegría y satisfacción habían colmado el dia.
Los amigos estaban ya todos prontos para descansar y yo sin darme cuenta pase
lista… Sandra, Albi, Raul, Manupedia, Youyoung, Carlos, Jordi, Laura,
Valentina, Javi, Duma… todos presente.
Falta cada vez menos, pero hasta Santiago no
paro.
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