Los veinte
y pico de kilómetros de Camino, no son nada memorables, ruta recta, casi sin
ondulaciones, cruzando pueblos y aldeas con pocos atractivos. Las grandes
extensiones de plantaciones de grano y una ruta hibrida con falsos plátanos que
intentan darnos sombra, pero están del lado equivocado de la senda. La sombra
toca al caminante después de las dos de la tarde, la monotonía de colores y
sonidos lo ayuda a uno a dedicarse a pensar en otras cosas, ya que lo único que
requiere la ruta es que pongamos con constancia, un pie delante del otro, para
acercarnos de a poco a León, que nos espera mañana.
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La entrada a El Burgo Ranero es tipica de lo que venimos viendo en esta zona. |
Sistemas de regadios, canalizados como este abundan en la ruta. Un buen lugar para sacarse las botas y refrescar los pies. |
No recuerdo
haberme encontrado con nadie del grupo en todo el recorrido, lo que
significaba que yo como siempre iba a un paso muy lento y perdido en los recovecos
de mi mente. Varias veces, me encontraba a mí mismo, pensando en mi familia a
la que extraño mucho, más que nada pensando en mi Lara, esa nieta que es la alegría
diaria de un abuelo que se derrite por ella.
Un canto de Hare Krishna constante,
repiqueteaba en mi cabeza y me marcaba el paso. Como siempre llevo conmigo mis
Tulsi Japa beads, regalo de mi hijo Cuimbae, las desenrolle de mi muñeca y las
108 beads se sucedieron varias veces, cuando quise acordar, Mansilla de las
Mulas estaba a la vista.
Como la
distancia había sido corta, era apenas pasado el mediodía cuando me encontraba
a la entrada del pueblo. No tenía ni noción de dónde andarán los amigos, así
que como de ritual, le mande un mensaje a mi Quijote, Jordi el catalán, quien
siempre tenía una guía a mano, un plan para el día o muchas veces ya se había ubicado
en algún albergue.
“El
albergue se llama El Jardín del Camino, justo antes de entrar a las murallas
del pueblo, sobre tu mano derecha, te espero en el frente para que nos tomemos
una cañita antes de que te registres”,
me contestó con un tono que parecía más alegre que en los últimos dos días. Se
ve que se le había pasado la cagalera y se sentía bien.
El lugar tenía
un hermoso patio delantero, donde los parroquianos y peregrinos, bebían y comían
bajo las sombrillas, o bajo un hermoso alero que se veía muy acogedor.
En un rincón
del jardín, Javi, Valentina y Dumas, habían armado, con permiso de los
hospitaleros, su pequeña tienda de campaña, ya que Dumas no podía dormir en el
edificio. Esta escena se repetía en casi todos los pueblos, así que Valentina dormía en los albergues y sus dos compañeros, afuera en la tienda o al raso.
El lugar
era en la planta baja, una fábrica de embutidos con un hermoso restaurante, el
olor a charcutería reinaba supremo, jamones, chorizos, salames, morcillas, y la
reina de los saladeros…cecina de León. Para un hombre como yo, con el amor que
tengo por esas cosas, era como pasar la noche en el paraíso terrenal, porque
tampoco faltaban los quesos y los vinos de la zona, creo que fue el lugar donde
más comí en todo el Camino. Siempre me acuerdo de la primera vez que entre a La
Boquería, en Barcelona, donde la abundancia de esos productos me llenó el alma
de alegría y el estómago de sabores, hoy, en Mansilla de las Mulas me sentía un
privilegiado y como tal disfruté del lugar.
Con un buen plato de cecina y una cerveza(sssss) compartimos un rato con Jordi y Javi, |
Resulta, que ese era el día de las fiestas del pueblo, así que después de una ducha reparadora, con ropa fresca y limpia nos dirigimos al pueblo a recorrerlo y disfrutar un poco de la celebración de los lugareños. Ellos estaban todos “endomingados” con sus mejores galas, los bares y las calles vibraban con el movimiento de paisanos y peregrinos, la plaza frente al ayuntamiento, adornada y llena de gente que esperaba que empezara el espectáculo. Los bares colmados, emitían un olor extraño, un aroma de embutidos mezclado con perfume francés, transpiración y ropa húmeda sudada y secada al sol.
Por la mente me pasaron los bares de los puertos que cantaba José Carbajal “El Sabalero”, los boliches de mi Montevideo lejano, los corredores de las cárceles, el empedrado del bajo montevideano y más que nada el aroma de pueblo trabajador que se lavó los sobacos de apuro, para ir a la plaza a disfrutar la retreta dominguera.
La pasamos de novela y unas horas después, cerca del anochecer, con una cervezas entre pecho y espalda, nos fuimos en pequeños grupos, cada uno para su albergue, porque mañana nos espera León y el Húmedo… más adelante Santiago de Compostela, porque hasta el Santo no paramos.
Las murallas a la entrada de Mansilla de las Mulas.
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Muchos propietarios , con orgullo adornan sus casa con los símbolos del camino. |