Friday, November 12, 2010

Los héroes regresaron en valijas.-

GANADORES DEL TALLER “CREACIÓN LITERARIA”, DE LA UNIVERSIDAD DE TORONTO
Revista Cañasanta
domingo, 31 de enero de 2010

El curso “Creación Literaria”, de la Universidad de Toronto, Canadá, se crea como un taller literario para el desarrollo y fortaleza de futuros aspirantes a la literatura (narrativa) en español y autores literarios residentes, en su mayoría, de ésta ciudad. Auspiciado por la Universidad de Toronto y dirigido por la escritora mejicana Martha Bátiz Zuk, el taller concluyó su espacio el pasado diciembre del 2009. Según las propias palabras de Martha, quien impartió el taller, se siente muy feliz con los resultados de este curso. Los estudiantes dicen que aprendieron mucho y que lo pasaron muy bien -tuvimos una atmósfera agradable, a pesar de severas críticas-, y en la School of Continuing Studies quedaron tan contentos con el resultado, que ya se abrió la continuación del curso (un nivel más avanzado: Creative Writing II in Spanish) para abril, y una repetición de esta versión para principiantes en el próximo septiembre. Esto es un gran logro para nuestra comunidad, pues garantiza una permanencia y presencia dentro de la institución con el prestigio que esto conlleva, amén de abrir un espacio para otras personas interesadas en el proceso creativo-literario en nuestra bella lengua.

La Revista Cañasanta, desde un principio, apoyó este proyecto de la profesora y escritora Martha Bátiz Zuk; y decidió ejercer como jurado para la selección de los cuentos ganadores -desde la propia valoración de la revista- y fuesen publicados en nuestro órgano electrónico. Nuestros amigos lectores pueden evaluar, de igual manera, con sus comentarios, los siguientes cuentos que, según su posición y resultado final, publicamos a continuación.

A. F. Gélico
Director

Primer Lugar:

Los héroes regresaron en valijas
Por Graciela Mantero -Hoy llegaron dos más- dice con voz baja y temblorosa, dirigiéndose a su padre.
Al llegar a la casa cansado de la jornada de trabajo, Ruperto se sienta en el sillón como dejándose caer. Y nuevamente vuelve a decir “volví a subir dos”. Gervasio, su padre, lo escucha en silencio, pero sabiendo el dolor que siente su hijo. Por lo general Ruperto disfruta de su trabajo, le gusta, y además tiene muchos amigos con los cuales pasa gratos momentos, haciéndole más llevadera su labor. No es la primera vez que los ve llegar. Ya es habitual verlos ahí. Pero cada día le resulta más dificil, y su dolor se va transformando en rabia, desesperación y resentimiento.

Ruperto es de perfil bajo, un muchacho de rostro ovalado de líneas armónicas y equilibradas. Cae un descuidado mechón de cabello castaño sobre su frente, y su sonrisa contagia confianza. Ruperto tiene cuerpo de atleta profesional, sus años de entrenamiento futbolístico lo mantienen en forma, a pesar de no practicarlo más.

- Hola hijo, otra vez te tocó a vos. No leí nada en los diarios.
-Ya saldrá la noticia. Bueno ya no es noticia. ¡Pobre gente! Si supieran cómo sus héroes llegan a su destino final, después de tantos honores. La mayoría son jóvenes y con familias e hijos a quienes criar. Bueno, mejor no hablar más. Ya fue bastante para el día de hoy.
-Trata de descansar un rato y olvídate, que no vas arreglar el mundo.

El padre, conocedor de lo sensible que es su hijo, trata de no tocar más el tema, para que él descanse tranquilo. Gervasio no es inconmovible. Los años le han dado esa coraza para resistir con más fuerza los golpes sentimentales; aunque muy racional en sus conceptos, de tanto en tanto asoma esa debilidad que tiene todo humano. Ruperto, sentado, se saca las botas y las tira a un costado, estirándose hacia atrás desabrocha el pantalón verde del uniforme, logra sacárselo, y se acomoda en el sillón e intenta dejarse llevar por el sueño, que le resulta imposible conciliar.

La sonrisa que a veces deja escapar en su trabajo, es apenas una mueca disimulada de alegría. Él no es el mismo desde que carga esas cajas. Sus amigos tampoco. Algunos han perdido las ganas de hacer chistes burlones a sus compañeros canadienses. Los llaman canacas fallados, les han enseñado a tomar mate, típica bebida de los países a los cuales ellos pertenecen. La mayoría son argentinos, uruguayos y chilenos, que se complementan muy bien a la hora de los apodos y comentarios jocosos, pero éstos desaparecen ante la imagen desoladora que, cada vez con mayor frecuencia, se presenta ante sus miradas.

Su padre coloca debajo de su cabeza una almohada, como si ésta pudiera ayudarle a conciliar el sueño a su hijo. Gervasio apaga la luz y se retira. El reloj que está en la pared sigue palpitando segundo por segundo. Las gardenias perfuman el ambiente y parecen traerle más aún el recuerdo de esas dos banderas, que inmóviles, vestían el regreso final. Aquellas flores eran las preferidas de su abuela, que había muerto hace dos años. Su abuela tenía la costumbre que todos los días veintiséis de cada mes, fecha de fallecido su esposo, colocaba una gardenia en un florero al lado de la foto de él. Las agujas siguen marcando rítmicamente el tiempo que no fue y que injustamente perdieron. Ruperto trata de olvidar, pero no puede. Vienen a su mente mil cosas juntas, y con su imaginación trata de armar un rompecabezas formado con pasajes de una corta vida. “¿Tendrán hijos?”, se pregunta.

Esas dos cajas embanderadas se sienten ligeras como plumas comparadas con el peso emocional que los abruma a él y a sus compañeros de trabajo al tener que cargarlas.

En la oscuridad del living, una puerta entreabierta gime y pinta con sombras el rostro triste de Ruperto. “De qué sirve, les mienten, les hacen creer que son los salvadores y van a parar a un sucio matadero sin sentido. Ahora se encuentran ahí, condecorados en sus cajas de madera lustrada con manijas de bronce’’.

Pasan las horas, y cada una de ellas parece tener el doble de minutos. El reloj marca las siete. Se levanta sin haber podido dormir. Se dirige al baño, moja su cara con agua fría. Se mira en el espejo y observa los rastros de su mala noche debajo de sus ojos melancólicos. El reflejo de su rostro le hace pensar y agradece a la vida el regalo de estar vivo y compartiendo junto a los seres queridos cada minuto de su existencia. Sin hacer ruido, va a la cocina, prende la cafetera y se prepara un café. Echa tres cucharaditas de azúcar como queriendo endulzar los amargos fantasmas de la noche. Mientras lo toma despacio y en un profundo silencio, solamente roto por los golpes que produce la cuchara de metal en el borde de la taza de porcelana, estira la mano y toma el periódico que le ha dejado su padre sobre la mesa. Lo mira, lee las noticias que van apareciendo en los titulares.

El alza del petróleo en primera plana y el efecto dominó de la economía mundial resaltan en la portada. Sigue pasando páginas y, en la carilla seis, encuentra la foto de dos jóvenes soldados canadienses muertos en combate perdidos entre las hojas del periódico como queriendo volver a la vida. Están ahí los rostros y los detalles visibles de sus vidas. Uno de ellos, tal como lo había visto Ruperto en su rompecabezas imaginario, deja dos hijos - de cuatro y ocho años-, vivía en Alberta en una ciudad pequeña. El otro tan sólo tenía veintiséis recién cumplidos, no tenía hijos y vivía en Calgary. “Ellos ya no sienten’’, piensa Ruperto, y se levanta moviendo la cabeza. Una convulsión de sentimientos de angustia se apodera de él, pensando en los pequeños que no volverán a ver más a su padre, y la imagen de la madre que, desconsolada, llorará aferrada al recuerdo de su hijo.

Una lágrima contenida se le escapa de los ojos, surca el rostro y moja el labio de Ruperto. Se seca con la mano el gusto salado de la desolación. Deja a un costado la taza de café que no termina, y que aún despide humo caliente, se pone el uniforme verde de la aerolínea para la cual trabaja, calza las botas gastadas que había dejado al costado del sillón, y se dirige al aeropuerto. Su auto está frío, igual que los dos cadáveres que yacen en los ataúdes que fueron rumbo a Alberta en un avión comercial. Ruperto hoy desea cargar solamente valijas en los aviones.


Graciela Mantero.

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