Thursday, August 5, 2010

La creciente.-


LA CRECIENTE .-Un cuento de ANTONIO VEGA (hijo)

Ya de tardecita los pájaros andaban asustados cortando en rápidos vuelos una brisa fría y gris.
Los biguás volaban bajo huyendo de la tormenta. El Uruguay iba hinchando el lomo terroso, mugidor, arrastrando camalotes enredados en raíces secas hasta formar islotes a la deriva.
Algún que otro tronco rememorando antiguas piraguas hundía la punta entre una coronita de espumas y salía chorreando agua turbia como un hocico de yacaré. Desde las costas de Camacho, empinándose en el antiguo fortín que deba amparo al resguardo, el espectáculo era magnifico.
El cauce común anchándose tocaba las barrancas, chicoteando el agua contra grandes bloques de piedra y retorcidos árboles que parecían asomarse ebrios a la correntada. En frente, la isla Juncal se iba quedando más chica.
Hacía años que habitaba la isla un matrimonio. Ella, varonil, haciendo pata ancha al sufrimiento y al trabajo, Doña Primitiva; y él, seco, musculoso, tostado, canoso, se llamaba Martin; y entre los dos, tres gurises isleños, nacidos en la Juncal, único continente para sus indígenas.
Se dedicaban a la caza, a la pesca, y al cuidado de los árboles frutales, cosechando naranjas, toronjas, limones y otras frutas que daban fácil en la tierra fresca alimentada de limo.
Los altos juncos que bordeaban la isla asomaban las puntas en un balanceo como espinas inquietas, incapaces de proteger le tierra.
Pesadas nubes venían desde el norte a galope, con chubascos que se fueron afirmando hasta nacer una lluvia pareja, como si estuvieran baleando el rio. Apenas si quedaba luz del día.
—Apuren muchachos, Y Doña. Primitiva, con la pollera y los brazos arremangados tapándose con una mantita, animaba a los hijos, empapados, a llevar todo lo que podían para la casa.
El embarcadero había desaparecido totalmente, y en su lugar se veía un remolino negro ya, hundiendo hojas y basura. Martín había cruzado hasta Carmelo. Era difícil esperarlo.
—Tenemos que arremediamos. Total, si fuera la primera vea. — Comentaba doña Primitiva. — Pero este loco — y señalaba el río estirando la boca. — cuando le da la biaraza de desbocarse, no hay quien lo aguante.
Los muchachos todavía metían hombros al aguacero y con los pelos pegados a la cara tiraban del bote hasta amarrarlo a un poste cerca de la vivienda. La mujer consideró necesario guarecerse bajo techo a la espera de las circunstancias.
Entró con sus hijos a la casa de madera, pobre de muebles, y encendió el farol. Se asomó por una de las ventanas alumbrando. Daba a un corral casero. Las aves se apretaban en los palos, o se cobijaban en un rincón contra el viento y la lluvia que se intensificaban.
Pasaron algunas horas, perdidas las esperanzas de que el hombre pudiera allegarse a la isla, cada vez más cercada y barrida por la correntada. Los árboles azotados por el viento producían un confuso murmullo, que se unía al resollar del agua, en tal forma, que una voz se hubiera perdido a poca distancia.
—Mama, mire. — Y uno de los muchachos señalaba la abertura inferior de la puerta. — Mire, ya dentra.
La madre miró inquieta al agua que venía lamiéndole los pies. Los muchachos inconscientes y noveleros casi estaban por reírse.
—A ver, levanten las cosas arriba 'e las camas y la mesa. No es pa’reirse, que digamos.
Se activaron. Dentro de la habitación el agua se movía mansita, estirándose poquito a poco para ganar altura. Faltaba poco para mojar los colchones. A la mujer le costaba decidirse a lo que consideraba el último recurso. El agua seguía subiendo tranquila, pero tenaz.
— ¿Y aura? Con los brazos cruzados no hacemos nada. Ayuden — Y ella misma dio el ejemplo. Envolvían los colchones y los subían arriba de un ropero alto. Toda la ropa la fueron apilando arriba, y cuando no cupo más, hicieron un atado y lo colgaron de un gancho. Quedarse allí, era quedar dentro de la trampa.
—Estamo? Me tienen que seguir con cuidao. — Los miró a los tres.
Ya no se reían —Vamo a tirar pa la, lomita. Hay que arrastrar el bote — Les echó por encima unas arpilleras, buscó algunos alimentos, una botella de bebida fuerte, y salió adelantando el farol.
—Agarrensen. No se suelten. Aquí también hace juerza la correntada.
Apenas si los muchachos podían oír las últimas palabras que el viento y el agua ahogaban. El bote se balanceaba sujeto al poste.
Guiándose por los árboles, ya que el camino desaparecía totalmente, la mujer y los niños remolcando, el bote con la breve carga, se internaron en lo que debía ser el centro de la isla. Avanzaban cautelosamente sujetándose en lo posible a los árboles y afirmando los pies en el suelo barroso y huidizo. La madre levantando el farol servía de guía, y al mismo tiempo no dejaba de cuidar a los que la seguían.
—No soltés al Negro. Cuidao. En realidad más hablaban los ademanes que las palabras.
Trabajosamente fueron internándose en la isla hasta llegar a la loma que aparecía todavía descubierta, con algunos árboles protectores. Allí encaramaron el bote y lo dieron vuelta a manera de caparazón de tortuga, permitiendo protegerlos del temporal. Siempre tendrían tiempo de ponerlo a flote, en último extremo.
Apoyada la proa en una piedra permitía ver la luz del farol desde fuera.
— ¿Y aura, mama? — Inquirió el más chico.
—Aura a esperar m'hijo.
Cuando Martín desde la costa y ya con la noche encima vio que aquello no aflojaba, le entró una desesperación por la mujer y los hijos, que en vano querían calmar algunos curiosos.
—No se largue, que eso es una locura!
Pero el sentimiento era un cable de acero potente que lo tironeaba. ¿A la muerte? El no pensaba. Ellos estaban en peligro, y su imaginación estaba con ellos. Empujo la pequeña y movediza embarcación, saltó dentro y con un olfato de años se tiró a vadear el brazo desde más arriba, para salirle al encuentro a la Juncal.
Apretaba los ojos en la oscuridad y los frotaba con los puños para descargarlos de agua. En realidad el cruce era una locura. ¡Con aquellos remos y aquel, casco boyando como una cascara en la creciente!
Una fuerza desconocida que emerge de la desesperación en momentos supremos, lo hacía dominador y audaz. Fue avanzando. Tardó horas hasta sentir hormiguear los brazos y, con el corazón en ¡a eterna zozobra del vuelco. Apretó aún más los ojos. Le parecía ver una luz, pequeña, perdida a veces entre ráfagas.
Tanteó puntas de juncos a la altura de las olas. Rumbeó hacia la luz. ¿No sería el cansancio? Notó que la fatiga le pesaba en los brazos y hasta las piernas se le acalambraban. La correntada intentaba alejarlo de la luz.
Tenía que forzar la corriente, meter la quilla con los dientes apretados, en la ola sucia que paraba la lancha. Luchar por lo menos para no dejarse alejar.
¡Ahora, tan cerca!" Pensaba él.
Un gusto amargo, salobre, le llenó la boca; Cabeceaba la lancha, hundía tos remos con desesperación.
¿No jué un grito?— Interrogó la madre, ¿naides oyó nada?
Y asomó la cabeza por debajo del bote. Los muchachos quedaron en silencio. El agua más abajo rezongaba enredándose en los troncos de los árboles o entre las ramazones bajas.
—Me había parecido— insistió ella cuando se volvió a guarecer.
—Pero mama, ¿ quién va a gritar?
-Tata anda en la costa. — Comentó uno de ellos.
¿Algún cristiano?
Inesperadamente la madre se volvió a asomar.
—Pa mi que gritan. — y haciendo fuerzas salió de su guarida.
—No puedo quedarme. Esperen.
—La acompañamos, mama. — Intercedió el mayor.
—Esperen.
Y la mujer con el farol en el trazo estirado por encima de la cabeza fue hasta la orilla de la loma. Le costaba mantenerse serena frente al viento. Miró interrogando hacia distintas direcciones. Ya se volvía cuando le pareció distinguir algo entre la ramazón de los árboles, más abajo. Algo se movía.
Hizo señales a los muchachos que vinieron a confirmar sus sospechas. Parecía una lancha vacía calzada entre ramas.
—Ustedes esperen.
Dejó el farol al mayor, y sujetándose a los troncos y nadando entre ellos logró alcanzar la lancha. Palpó, era lo que esperaba, un 'hombre desmayado estaba dentro. Se encaramó hasta caer en la lancha, y ayudándose de los remos y de los árboles, entre tinieblas, se aproximó a la orilla. Cuando retiraron al hombre agotado, inconsciente, lo reconocieron.
—Yo sabía que tenías que venir, mi Martín.
Y por primera vez lloró en la tormenta.
Cuando el día vino trepando entre las nubes grises, apenas si el lomo de tierra quedaba por cubrir y las copas de los naranjos, de los limoneros, de los toronjales eran como jardines flotantes. Arriba de la tierra el bote dado vuelta seguía aguantando una lluvia pareja.
Debajo, el hombre, la mujer y sus hijos, como en el arca del diluvio esperan confiados en su fe, afirmada en este momento de necesidad. Cuando empezaron a bajar las aguas, sonrieron.
¡Quién amansa a este loco!
Y Martín señalaba al río, revuelto, salpicado de camalotes, de ramas, de hojas, de pájaro muerto, asustador y benéfico.

Antonio Vega (h.).
Publicado en el Almanaque del Banco de Seguros del Estado de 1948.-

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