Thursday, July 23, 2009

Historias cortitas/ Mackenzie.-

No hacia ni 20 días que habíamos llegado a Canadá, sin plata, sin el idioma, sin oficio o profesión, lo único que teníamos era una fuerza inmensa, ganas de prosperar, de salirle al mundo nuevo y llevarlo a pechazos, acomodándolo a nuestras necesidades y deseos.

La otra cosa que teníamos era un matrimonio nuevo, hacia menos de un mes que nos habíamos casado, preparado las valijas, cortado con todo lo que quedaba atrás, así sin amigos, sin nadie que nos recibiera en el aeropuerto, con el equipaje lleno de nuestro nuevo amor y esperanzas, nos habíamos embarcado en esta aventura nueva, de ser dos, solo dos, contra todos y todo.

El primer trabajo lo conseguí a los tres días, era vendiendo frankfurters en un pequeño local en pleno centro de la ciudad de Toronto, cerca de la Universidad, el museo principal y más que nada cerca de la zona donde pululaban y abundaban los estudiantes y los hippies. Nuestra “casa”, un cuartito con cocina y baño compartido en el tercer piso de una casa centenaria, para nosotros un palacio.

El lugar donde trabajaba, estaba abierto hasta la 3 de la mañana, a mi como nuevo en el lugar, me tocaba el turno de la muerte, que era hasta la hora del cierre, el trabajo era poco a esas horas y como siempre estaba solo, en cuanto tenía tiempo libre, llamaba a mi Titina por teléfono y nos pasábamos horas hablando, soñando y enamorándonos por teléfono.

Serian las dos o tres de la madrugada, por la puerta del lugar entra un caballero, grande, muy grande, gordo, muy gordo, que me hizo acordar del gordo Sire, el que tenía la pizzería, lo mire entre asombrado y curioso, dispuesto a atenderlo rápidamente, hice los últimos arrumacos telefónicos y me despido de Titina diciendo, “te dejo, esta entrando un gordo que se come una docena, acá me hago la noche…”.

Colgué el teléfono, hice un gesto de ponerme a disposición del hombre, ya que mi ingles era poco y nada, por lo tanto, lo disimulaba con sonrisas y simpatía, el me mira serio, se acerca mas al mostrador y con una sonrisa de oreja a oreja me dice, “ gracias, pero con dos me alcanza…”.

Ahí, en ese momento conocí a la primera persona que hablaba español, fuera de los tres o cuatro uruguayos que había encontrado desde mi llegada.

El “Gordo” Mackenzie fue amigo y asiduo por mucho tiempo, pero desde ese día, comencé a tratar de controlar la boca… nunca se sabe quien está escuchando.

El Tordillo

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