Puchero de ganso.-
El verano llego caliente, el sol corta por los claros del monte, los helechos se esconden a la sombra del talita y el quebracho, es la hora del mediodía y los pájaros buscan cobijo a la orilla de una lagunita y a la sombra de los sauces chapotean en el agua casi tibia.
En el medio del curso casi desaparecido del Tornero, mi hermano y yo nos bañamos “a la milanesa”, ya que el agua no nos llega a cubrir nuestros cuerpos acostados, nos damos vuelta y vuelta para mantenernos frescos mientras las mojarritas nos picotean los pies y las costillas.
Mi padre ha vuelto del campo con un ganso grande, enorme, gigante, de esos que se crían salvajes a las orillas del monte, están casi siempre en campos ajenos pero nadie los cuida o los come, para la gente del campo son un bicho mas, casi inutilizable, despreciado, se pasan espantándolos, para que no se coman la ración de las gallinas.
Para nosotros en las manos de Mama, un platillo exótico, con un bien surtido puchero de ganso, nos llenamos la panza, pero mas que nada porque nos gusta mucho, el caldo gordo se presta para un buen pirón, bien picante y humeante.
El grito de ¡a comer! retumba en los alrededores y de golpe todos aparecemos rodeando la mesa, la fuente rebozante, nos espera para empezar el festín, nadie se demora, es una de esas comidas que nadie se quiere perder o dar ventaja.
Montado en su moro, Don Magole, se acerca a saludar porque vio el humo “desde las casas”, es el capataz de los campos que lindan por el sur con los montes del Tornero, hombre muy servicial, se acerca siempre para traer leche recién ordeñada “pa los gurises”, o como hoy, trae cruzado en las cruces un medio capón de consumo, “…porque con estos calores se hecha a perder, así me ayudan a terminarlo…”, saluda, pide permiso para desmontar y con sus toscas manos, saluda a todos uno por uno, con un apretón fuerte y sincero, del que no se salvan ni los gurises.
Mama, tiembla de los nervios y la vergüenza, ella sabe que ese ganso que coquetea en medio de la mesa, viene de los campos que Don Magole regentea, que aunque sean salvajes son de ese campo y no nuestros, tiene miedo de la vergüenza que pasaría si el hombre se diera cuenta y mira a mi padre como para prenderlo fuego con la mirada.
Preocupada pero con mucha cancha y simpatía lo invita a sentarse a la mesa para compartir el “…pucherito que tenemos…”, el agradece y se sienta. Por un buen rato se deleita con los choclos, papas boniatos, unos nabos que nunca faltan, un pedazo enorme de zapallo que lo devora con gula, los grandes trozos de ganso humeante los come y disfruta como si nunca lo hubiera probado.
Se afloja el cinto, le pega un beso al vino, y con su grueso vozarrón dice “ Doña Diadema, como me gustaría saber donde consigue esos gallos grandes y carnudos que siempre trae, acá solo se ven esos gansos insulsos y grasosos que no sirven ni pa’ carnada, lo único que hacen es joder y comerse la ración de los otros bichos, nosotros vivimos a capón o alguna gallina, pero como su puchero de gallo no hay”.
El Tordillo