La avioneta.
Yo me sentaba en la esquina, en el murito que había hecho Corbo, y seguía los revoloteos de esa hermosa y fantástica maquina, mientras me preguntaba si algún día podría subir a ella.
Como el Chiche era hermano de mi tío Ulises, un día me atreví a preguntarle si él había subido, cuando me contesto que si, era como si yo hubiera subido también y la alegría con que tío me había respondido, se prendió a mí y corría dando vueltas, con mis pequeños brazos abiertos como alas, simulando el vuelo de ese pájaro de fantasía. Hasta me dijo que le iba a hablar al hermano para que me dejara sentarme en ella y verla por dentro.
Era algo así como el mejor juguete que me hubieran regalado, en la altura, el sol se reflejaba y parecía que lo multiplicaba en tamaño, yo que ya leía todo lo que me caía en las manos, buscaba revistas sobre aviones y una vez que fuimos a Montevideo, me gaste todos los realitos que tenia comprando revistas viejas y destartaladas, en una feria en Industria y General Flores.
Mi intención, era aprender todo lo que pudiera sobre esas maquinas, de esa manera el día que tuviera la oportunidad, impresionaría al Chiche de tal manera, que no tendría más remedio que invitarme a volar por los cielos, aunque solo fuera por unos minutos.
Al tiempo viniendo de Montevideo, con mi padre, miro hacia la derecha, en un campo cercano a la ruta 12, allí estaba el avión. Lo primero que me salió, fue una maldición para Doña Francisca, después, me puse a llorar descontroladamente mientras que pensaba como Dios podía escuchar a esa vieja.
Mi padre, protector y cariñoso, inocentemente me dice que no llore, que el tío no estaba en el avión y que el piloto estaba bien y tranquilo tomándose una en el American Bar.
Lo que él no sabía, es que yo no lloraba por ellos, lloraba porque ahí estaba, en el medio del campo, mi sueño de andar en avión, caído, dañado, abollado y enredado entre unos alambrados.
El Tordillo
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