Las manos.
Cada vez que cruzaba la calle rumbo a la herrería, era como si fuera un perro que lo habían soltado de la cadena. Frente por frente estaba la herrería de Telmo Fassanaro, al cual yo siempre le dije “padrino”, y ahí yo me introducía poco a poco y día a día al mundo de los adultos.
Apenas entraba, Elbio me sentaba en el banco de trabajo que estuviera libre y cerca de la fragua, me alcanzaba el mate y ponía a mi lado una caldera negra e hirviente, que yo creo que había nacido al lado del fuelle, ahí empezaba mi gloria.
Yo sin moverme de mi lugar cebaba el mate, el que pasaba cerca se lo alcanzaba al que le tocaba, y así durante toda la mañana esa hostia recorría las bocas de todos los presentes, ya fueran clientes o trabajadores, mientras yo me sentía como el sacerdote que daba esa misa comunitaria, donde los sermones los daba alguno de los presentes, pero el que siempre dirigía los procedimientos era el padrino Telmo.
De vez en cuando se acercaba a mi lugar de" trabajo", y con sus manos que parecían que podían doblar un obelisco, me acariciaba la cabeza con una ternura que parecía fuera de lugar para esa manos, tan grandes y fuertes, y con su parquedad habitual me decía, “l’agua ta fria” y la caldera parecía desaparecer entre sus manos mientras la ponía de vuelta en el corazón de la fragua.
Para mi esa herrería era el cúmulo de lo que era ser grande, la charla iba desde a quien se le había roto el tractor, hasta lo mas intimo y personal de alguno de los presentes y a veces también de los ausentes.
Todo eso en un ir y venir de gente, los golpes del martillo sobre el yunque, las recorridas del mate que se paseaba de parroquiano a parroquiano y las miradas atentas y aprobadoras, o no, de ese padrino osco y cariñoso, que con sus manos grandes seguía forjando los fierros y herraduras, a la vez que a mi, me iba moldeando poco a poco para que supiera apreciar y respetar a los mayores, para que algún día pudiera ser, aunque de manos chicas, un hombre como el.
El Tordillo
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